miércoles, 10 de diciembre de 2014

Negocios



Allá por los años de la Gran Depresión, cierto personaje de novela viajaba con su familia en un destartalado automóvil por una polvorienta y solitaria carretera. Con más voluntad que energía, el viejo cacharro se desplazaba por aquellos inhóspitos parajes cuando, de improviso, una enorme grieta abierta en un maltrecho neumático acabó con el viaje. Con el propósito de solventar tan inoportuno percance, el conductor buscó un lugar  donde poder comprar una cubierta y, después de recorrer a pie una más que considerable distancia, halló lo que buscaba:  una pequeña tienda junto a un surtidor de gasolina. El dueño del establecimiento, sabedor que al recién llegado nadie lo sacaría de su apuro en muchos kilómetros a la redonda, le hizo pagar por el neumático un precio tan alto que consumió gran parte de sus ahorros.
Sin duda, ese día el vendedor pensaba que había hecho un buen negocio; en cambio, el comprador creía que lo habían robado. Viene esto a confirmar que, en algunas ocasiones, la línea que separa un buen negocio de un robo no está clara ni bien delimitada.
Sirva esta anécdota tomada de la ficción literaria para ilustrar muchas de las situaciones que se están viviendo en la actualidad, donde la ciudadanía, debido a circunstancias nada favorables se ve obligada, lo mismo que el protagonista de la historia, a pagar un precio desmesurado por un neumático, léase, contratos precarios, trabajos con sueldos famélicos, despidos, recortes  o cualquier otro negocio en el que, tal vez, piense el lector en estos momentos. No en balde nosotros, lo mismo que él, también estamos en la vorágine de una crisis…
 
 

miércoles, 8 de octubre de 2014

D. Casimiro en el cielo




Lector, en estas líneas se da continuación a un  viejo relato titulado Confusión y publicado en este blog el pasado mes de abril. Si quieres tener una cabal comprensión de la historia, a su lectura te remito, pero si ese no es tu propósito, ahí va una breve recapitulación de lo allí referido:
Don Casimiro Bermúdez poseía, entre otras habilidades, la capacidad de imitar el canto del pájaro perdiz. A tal grado llegaba su maestría que un día, mientras se aplicaba con entusiasmo a tan canoro ejercicio, fue confundido por un cazador que, embelesado y confundido con trinos tan primorosamente ejecutados, le envió una certera perdigonada que lo traspuso al otro mundo sin dejarle tiempo para despedirse de este...
Concluido ya el resumen de lo allí publicado, prosigamos con nuestra narración: 

Aturdido por tan sonoro como inesperado lance, llegó D. Casimiro a los espacios celestiales y, fiel a sus costumbres terrenales, se aplicó con entusiasmo y virtuosismo a la práctica de los gorjeos perdiceriles, lo cual fue muy celebrado por algunos de los presentes, casi todos, antiguos cazadores en su vida terrenal. Don Casimiro comprobó cómo, día a día, crecía el número de sus admiradores; sin embargo, la celebridad poco contribuía a la dicha de nuestro amigo. Un hecho afligía su alma y le creaba gran desazón y pesadumbre: en el cielo no había pájaros perdices, pues gustaba a nuestro protagonista deslumbrar con su canto a la perdicería, pero escaso interés tenía en hacerlo con sus semejantes
Cierto día, don Casimiro advirtió cómo su frente se poblaba de minúsculas plumillas, lo que le produjo gran extrañeza por ser esto un atributo ajeno a su especie. Sin embargo, a pesar de la rareza del fenómeno, la plumería avanzaba conquistando cada porción de su piel. Mientras esto ocurría, su cuerpo se desfiguraba adoptando formas propias del reino pajareril y se mostraba cada vez más torpe tanto de palabra como de andadura.
No vamos a describir aquí las fantásticas transformaciones que sufrió el cuerpo de don Casimiro, pero sí el resultado de tales cambios: una mañana apareció en un olivar convertido en un gallardo y apuesto pájaro perdiz.Ya conocemos el procedimiento que a nuestro amigo trasladó a los espacios celestiales, léase escopetazo, pero ignoramos qué fórmula utilizó para hacer el viaje de regreso.
Desde su vuelta, don Casimiro inunda los campos con sus melódicos gorjeos; eso sí, sin temor a sufrir percance alguno pues, que yo sepa, nadie ha realizado dos veces el viaje de ida que él hizo…

 


jueves, 12 de junio de 2014

Soñé que soñaba

Hace unos días soñé que mantenía un fantasioso y surrealista diálogo con mi socio el señor Tijeras de papel, es decir, con mi blog. Este tipo de conversaciones solo ocurren en sueños, pues en la realidad no se pueden tener, y si tal cosa sucediese, iría contra la razón.
Hecha esta aclaración, continúo con el relato del sueño. En él planteaba a mi asociado la conveniencia de liquidar nuestra empresa, pues aunque nunca destacó esta industria por tener una elevada producción, léase escasas y espaciadas entradas (algunas de ellas bastante famélicas), pensaba que era el momento de su clausura. Manifestaba mi colega su disconformidad con mi propuesta a la que tildaba de insensata y, al mismo tiempo, argumentaba que, gracias a él, los productos ofertados habían llegado a una nutrida clientela y que, en este negocio, su parecer era tan principal como el mío. Asimismo, recalcaba que esta empresa se había enriquecido con las aportaciones de nuestros parroquianos o, como ahora se dice, usuarios. En esta controversia andábamos, sin haber llegado aún a ninguna conclusión, cuando me desperté…
Hoy, distanciado del infructuoso e hilarante debate, mucho me temo que la escasa competitividad de esta industria la obligue en un plazo no muy lejano a echar el cierre. Serán las circunstancias las que determinen si temporal o definitivo, pero esto el tiempo se encargará de divulgarlo…



miércoles, 2 de abril de 2014

Confusión



En aquellos tiempos en los que aún faltaba mucho para que llegase la televisión, don Casimiro Bermúdez ya era acreedor de una justa y meritoria fama, no solo en su pueblo, sino en toda la provincia e incluso fuera de ella, pues la naturaleza le había concedido ciertas aptitudes que despertaban asombro y admiración en los conocedores de tales habilidades.
A estas alturas del relato, el lector se estará preguntando: ¿de qué gracia estaría tocado nuestro personaje para gozar de tanto predicamento en territorios tan dilatados? Pues bien, entre otras cosas, don Casimiro era un diestro falseador del canto del pájaro perdiz, era tal su maestría que, a veces, los propios pájaros se convertían en imitadores de los melodiosos gorjeos emitidos por la prodigiosa garganta de nuestro protagonista.
En primavera, gustaba a don Casimiro sentarse a la sombra de un olivo y entregarse a la ejecución de su repertorio canoro. Las perdices hembras, atraídas por tan seductores gorgoritos, acudían esperando encontrarse con un apuesto pájaro que las cortejase, pero la figura de don Casimiro las confundía, ya que nunca habían visto pájaro tan extravagante y con tan escaso atractivo perdiceril. En cambio, los machos buscaban un rival para competir con él pero, cuando se producía el encuentro, quedaban desconcertados por aquella figura larguirucha y enjuta que en nada coincidía con la imagen del contendiente que esperaban hallar. Hecho el descubrimiento, la pajarería retrocedía y deambulaba confundida hasta que cesaba la emisión de los melódicos gorjeos.
Una tarde, don Casimiro se aplicaba con tal virtuosismo a la reproducción de su catálogo gorgojeril que, no solo tenía confusa a la perdicería, sino también confundió a un cazador que por allí pasaba y que, embelesado por tan armónicos cánticos, le despachó una perdigonada que traspuso al impostor al otro mundo donde, gracias a la mucha experiencia adquirida en este, siguió cosechando resonantes éxitos…

martes, 4 de marzo de 2014

Solitario



En un recodo de la vereda que se adentra por el olivar, un viejo cortijo en ruinas espera solitario el arribo de algún caminante. Conserva casi la totalidad de sus muros, pero las acometidas de la lluvia y el viento han derribado parte de la techumbre. Ante él me detengo, sus puertas abiertas me inducen a entrar y soy recibido en una gran estancia, donde una chimenea de campana y una escalera con peldaños desportillados rompen la monotonía del recinto. En sus paredes blancas, todavía azulea desteñida la cenefa que antaño las engalanó. Desde hace años, el silencio y el abandono ocupan el vacío que dejaron sus moradores. La vida ha huido de allí, pero intento hacerla regresar con ayuda de mi fantasía: hasta mí llegan imaginarias conversaciones de mujeres, voces de hombres, gritos de niños y risas de jóvenes; por un momento, la vida parece haber vuelto, pero solo me rodean viejas paredes cargadas de silencio.
Mientras me alejo, pienso en la gente que un día lo habitó: quiénes fueron, cómo vivieron, cuáles fueron sus ilusiones, sus amores, sus desengaños, sus fracasos, sus alegrías, sus pesares…Vuelvo la cabeza y distingo entre los olivos el blancor de sus muros, únicos testigos de las historias allí vividas y cuyos secretos guardarán siempre celosamente entre sus piedras.



lunes, 3 de febrero de 2014

Tarde de magia



Por aquel entonces Pablito aún no había cumplido los doce años, residía con sus padres en la capital y al comienzo de cada verano aparecían todos por el pueblo acompañados de una nutrida servidumbre. La casa de sus abuelos, donde se alojaban, tenía un inmenso jardín lleno de sombras y surcado por numerosos senderos y acequias. Después de la siesta, Mariano, Pepito, Juan, Manolo, Curro, Antonio y yo nos reuníamos con él para jugar en aquel paraíso: recorríamos los caminos, chapoteábamos en las regueras o, a veces, cogíamos frutos de algunos árboles para utilizarlos como munición en las batallas que solíamos disputar cuando jugábamos a la guerra.
Aquel verano Pablito nos sorprendió o, al menos, lo intentó con unos juegos de magia. Le habían regalado una gigantesca maleta bien pertrechada de cachivaches con los que, supuestamente, se podían realizar los más inverosímiles prodigios. Nosotros la mirábamos sorprendidos y nos preguntábamos qué guardaría tan misterioso baluarte, pero se negó a enseñarnos el contenido porque la visión de lo allí guardado solo estaba reservada al mago, que era él.
Una tarde nos convocó para hacernos una exhibición de sus saberes “truqueriles” y agasajarnos después con una seductora merienda. A la hora establecida acudimos todos, nos acomodaron en unos asientos que previamente habían preparado y esperamos expectantes el comienzo de la prometida sesión; entonces apareció Pablito vestido de mago: llevaba una capa negra sobre los hombros y cubría su cabeza con una enorme chistera. Le dimos un caluroso aplauso que agradeció con generosas reverencias y que a punto estuvieron de derribar el descomunal sombrero. Ejecutó un primer truco que nos dejó atónitos, lo cual contribuyó a insuflarle no pocos ánimos; sin embargo, a medida que avanzaba la función, y debido a su escasas habilidades para hacer pasar lo prodigioso por real, el avispado público comenzó a descubrir las artimañas empleadas por el prestidigitador: averiguaba dónde estaba el pañuelo desaparecido, cuál era la carta que había que adivinar o qué había escondido en el doble fondo de la chistera. Viendo cómo el negocio naufragaba, arrancó a llorar emitiendo unos desgarradores lamentos que fueron oídos por las criadas de la casa, las cuales acudieron en tropel en auxilio del joven mago. Una se acercó a consolarlo, en cambio, otras, creyendo que le habíamos infligido algún daño, se dirigieron hacia nosotros con perversas intenciones. Ante un panorama tan inquietante, emprendimos con gran premura la huida seguidos de dos jóvenes fámulas que, escoba en mano, nos perseguían con gran encono. La fortuna quiso que abandonáramos la estancia, no sin antes haber recibido algún que otro escobazo, y alcanzáramos el jardín, donde con gran celeridad nos dispersamos y pusimos a salvo de tan malvadas y tenaces perseguidoras que, ante la imposibilidad de darnos alcance, vociferaban temibles amenazas contra nosotros. 
Recuperados de la extenuante galopada y con el amor propio resquebrajado, nos juntamos de nuevo para abandonar con presteza lugar tan inhóspito. Y así, de esta manera tan poco airosa, fue cómo nos arrojaron de aquel paraíso, a pesar de no haber mordido ninguna manzana.
Una vez cumplido el periodo de destierro, volvimos a encontrarnos con el malogrado ilusionista que, aprendida la lección, ya nunca se atrevió a enfundarse en el traje de mago, al menos, en presencia de tan vapuleados espectadores ...


viernes, 17 de enero de 2014

¿Qué puedo vender?



Frecuento una parada de autobús situada junto a un semáforo. Mientras espero la llegada de la mole rodante, observo cómo un chico negro intenta vender pañuelos de papel a los conductores de los vehículos detenidos. La actitud de estos ante la oferta pañuelil es muy variopinta: subir el cristal, mirar para otro lado, hacer un leve gesto con la cabeza o la mano… Cuando se enciende la luz verde, se coloca en la acera a esperar que se ponga roja para comenzar de nuevo la faena.
Un día en uno de esos intervalos, mantuvimos una breve conversación y me vino a decir que si escasas eran las ventas, aún eran menores las ganancias, a pesar de estar casi doce horas diarias zigzagueando entre los automóviles.
Nada sorprendido por tal revelación, le pedí que me vendiese algunos pañuelos. Me miró extrañado y me contestó que a los amigos se les regalan las cosas, pero nunca se les vende nada. Entretanto llegó el autobús, algo desconcertado subí a él y, acomodado en el asiento, miré por la ventanilla y lo vi entre los coches ofreciendo a los conductores su invendible mercancía…