sábado, 31 de agosto de 2013

El comensal



Días pasados, mientras almorzaba en un restaurante, en una mesa cercana un solitario personaje se disponía a quebrantar el descanso del cubierto que delante tenía. Con esa intención, pidió un plato cuyo nombre era una amalgama de sustantivos, adjetivos y preposiciones: tan complejo y prolongado era, que su cabal significado –creo- solo quedaba reservado a personas versadas en la moderna terminología gastronómica.
Poco tiempo había transcurrido cuando, nuestro protagonista, llamó al camarero y se interesó por la naturaleza de alguno de los componentes del plato servido, como este tampoco era sabedor de todos los secretos que ocultaba tan complejo nombre, acudió al cocinero con la intención de documentarse. Al volver, resolvió con soltura aquel galimatías que daba nombre al supuesto manjar, tarea a la que se aplicó durante más de diez minutos.
Aún no se había repuesto el camarero de su brillante exposición, cuando de nuevo fue requerido para que trajese una botella de agua, motivo este, que dio lugar a un nuevo coloquio sobre si los envases idóneos deben ser oscuros, que si botellas de plástico o cristal, que si agua natural o mineral, etc.
Hacía ya rato que cuchillo y tenedor habían recuperado el reposo, cuando el buen hombre pidió la carta de postres. Acudió otro camarero que, haciendo gala de una sólida formación reposteril, asesoró con autoridad y, al parecer, acierto a nuestro protagonista.
Muy complacido debió quedar el anciano cuando dejó una cuantiosa e inusual propina de casi cincuenta euros. Entonces comprendí cabalmente lo ocurrido: no solo había ido a comer, sino también a degustar unos momentos de conversación; y ahora trataba de recompensar la generosa ración de palabras que había consumido.
Apuré el café, pagué la cuenta, dejé una minúscula propina y salí del restaurante.
 
Reposición