Una tediosa y desapacible tarde
dominguera, mientras paseaba por la ciudad sin saber qué hacer conmigo, entré
en una cafetería. El local estaba abarrotado de gente, pero logré acomodo en
una minúscula mesita situada no lejos de la entrada. Sentado ante un café, más
frío que caliente y de un sabor algo desnaturalizado, me dispuse a observar los aconteceres del
bullicioso establecimiento.
Junto a uno de los ventanales,
un matrimonio joven procuraba con poco éxito que sus tres pequeñuelos se
interesasen por la merienda que les habían traído. La señora, muy seria ella,
reprochaba al compañero que no estaba gestionando como debiera el control de
tan díscolos rapaces que, nada atraídos por las viandas, indiferentes correteaban
entre las mesas y amagaban con huir del recinto.
Cerca de donde esto ocurría, una chica y un chico, ajenos a todo lo que no fuesen ellos mismos, mantenían una apasionada conversación
adornada con una variadísima gama de arrumacos, carantoñas y zalamerías.
Próximos a mi mesa, una señora y
un señor maduros, que parecían no conocerse por la escasez de charla que entre
ellos había, dirigían sus miradas y, tal vez, sus pensamientos a sitios diferentes
y distantes. El camarero interrumpió sus meditaciones y les sirvió dos
generosas porciones de tarta, que silenciosamente fueron desalojadas del plato
con encomiable finura y maestría. Concluido el refrigerio, miradas y
pensamientos volaron de nuevo.
El narrador, poco
reconfortado por el insulso brebaje que había tomado, salió a la calle con el
propósito de contar lo que acabas de leer.