jueves, 9 de septiembre de 2010

Una historia con historia (vea la entrada anterior)


Hoy os quiero narrar una de las disparatadas historias que mi extraviada imaginación fabricó cuando, aquella asfixiante tarde de verano, la implacable canícula me acorraló en el interior de una iglesia. Con no poca reticencia, acometo el prometido relato, ya veremos cómo queda.

Elena, hija menor del duque de R., fue prometida a la edad de diez años al conde de M., algo mayor que ella. Los años convirtieron a la niña en una hermosa doncella, y fue entonces cuando el amor, que no entiende de pactos ni de acuerdos, la conquistó: se prendó de un apuesto joven que respondía al nombre de Jaime; pero este, sabedor del compromiso que la ligaba al conde, mudó de aires y nunca se supo ya nada de él. En la intimidad de su mente, la joven ocultó su aflicción y el temor a ser olvidada; mientras, el tiempo transcurría pausado y monótono…
Llegó el día en que Elena fue convertida en condesa, pero ni el amor del conde ni las atenciones que le prodigaba lograron sacarla de su desventura. Tomó la costumbre de dar largos paseos por los jardines que rodeaban su residencia; cierta tarde, mientras descansaba en un banco a la sombra de un cedro, un jilguero se posó sobre su hombro y comenzó a arrullarla con sus trinos. A partir de ese día, siempre que pasaba por ese lugar, el jilguero salía a su encuentro, esto hizo nacer en su interior un nuevo entusiasmo, aunque le poco duró: la desdicha y la languidez, sus inseparables compañeras, se negaban a dejarla. Un día la condesa enfermó, los médicos no supieron diagnosticar qué mal la aquejaba y, a medida que pasaba el tiempo, empeoraba. Una tarde que se encontraba muy grave, el jilguero apareció en el alféizar de la ventana y llenó con sus trinos la habitación; la enferma abrió los ojos, sonrió y los volvió a cerrar…, horas más tarde murió. El conde, consternado por la pérdida, se enroló en una arriesgada misión de la que no regresó con vida.
Cuentan que la tarde que murió la condesa una pareja de jilgueros voló largo rato por el jardín: él parecía cortejarla cantando y exhibiendo el colorido de su plumaje, ella seguía embelesada su vuelo. Se posaron en las copas de algunos árboles y, finalmente, emprendieron un largo vuelo hasta perderse en la lejanía del horizonte.

Esta es una las tantas historias que rondaron por mi cabeza aquella sofocante tarde de julio; historia, a mi entender, de calidad harto dudosa, pues aquello que escribí casi siempre se sirvió más de lo conocido que de lo fantaseado.