No ha mucho tiempo, un antiguo vecino, al que
llevaba una larga temporada sin ver, me invitó a su nueva casa. Al principio, intenté
eludir su propuesta, pero insistió tanto que hubiese sido desconsiderado
rechazarla. Así que, el día convenido, acudí a la cita. Cuando llegué, un
nutrido grupo de invitados departía en torno a unas mesas ataviadas con un
generoso y selecto surtido vianderil. Exquisitas provisiones y una
charla distendida contribuyeron a que a que la velada fuese reparadora y, al
mismo tiempo, entretenida. A una hora discreta quise retirarme, pero los
anfitriones me retuvieron con la excusa de que una grata sorpresa nos esperaba.
Este invitado, que recela de las sorpresas y mucho más cuando le dicen que son
gratas, intuyó que algún funesto acontecimiento se avecinaba. Y no se equivocó:
la anfitriona nos amenazó con la proyección del reportaje de
boda de su hija. Pensé, iluso de mí, que el documental duraría a lo sumo una
hora, pero erré estrepitosamente mis cálculos: durante casi tres horas
desfilaron ante mi vista: novios, padrinos, invitados, camareros, platos… Mi
exvecino y su señora, como buenos anfitriones, iban explicando todo aquello que
nuestros ojos veían: cargo o profesión de los invitados de más alcurnia,
esclarecimiento de los estrafalarios nombres de algunos platos, peso y
dimensiones de la gigantesca y desgarbada tarta, marcas de vinos y licores,
etc. Concluida la proyección, mi exvecino, con gran amabilidad, me pidió el
parecer sobre el acontecimiento visto, y yo, con no poco disgusto, se lo tuve
que dar, pero la cortesía me obligó a decir justo lo contrario de lo que
pensaba. Este, halagado con mis hipócritas alabanzas, me invitó a una próxima
velada en la que podríamos disfrutar de un magnífico reportaje sobre el viaje
de novios. Sin saber muy bien qué contestar, me despedí dándole las gracias y
renegando de mis lisonjeras y farisaicas palabras…