lunes, 20 de julio de 2015

Homenaje


En los albores del siglo pasado, don Gregorio Aladrén ejerció la medicina durante algunos años en una importante población cuyo nombre, aunque sí lo recuerdo, no desvelaré por no ser necesario para el desarrollo de esta historia. Era don Gregorio médico muy entendido, ya que atesoraba en su mente innumerables conocimientos para combatir con suma eficacia gripes, sarampiones, cólicos y otros achaques propios de nuestro organismo.
Gran contento tenía el vecindario con los valiosos remedios prescritos por el doctor, por este motivo, que no por otro, la comunidad solicitó al señor alcalde que erigiese un pedestal con la estatua de don Gregorio y lo colocase en lugar visible de la plaza.
El alcalde, colega de profesión de don Gregorio, era hombre tan desconocedor de los saberes propios de su oficio que rara vez le permitían hacer un diagnóstico certero, lo que le llevaba a prescribir tratamientos tan desacertados que, en algunas ocasiones, su aplicación resultaba más dañina al paciente que la propia enfermedad. Sin embargo, sería injusto silenciar que era tan buen alcalde como mal médico, lo que dice mucho a su favor como regidor municipal. Sin embargo, el señor alcalde, movido quizá por el resquemor que le ocasionaba los éxitos profesionales de su colega, despedía a los peticionarios con muy buenas palabras y fijaba una fecha alejada para la ejecución de la obra, pero cuando esta se acercaba, era desplazada a otra aún más lejana. Hubo tantas prórrogas que, cuando el potencial homenajeado abandonó este mundo, aún no existía ni en papel el proyecto de tan ansiado monumento.
Un tiempo llevaba ya nuestro protagonista es en aquellos espacios etéreos  cuando, por azar, supo que había sido inaugurado el monumento a él dedicado. Picado por la curiosidad más que por la vanidad, solicitó autorización para regresar de aquellos confines.
Llegó don Gregorio a la plaza, se acercó al monumento y leyó, grabado en el pedestal, su nombre junto a una lisonjera leyenda dedicada a su persona. Después observó la estatua y comprobó, con gran desconcierto, que el rostro no era el suyo, sino el del alcalde. Sin embargo, la figura del aparecido mayor turbación y rubor provocó en la estatua que, con gran sofoco, se bajó del pedestal y huyó de la plaza sin que hasta ahora nadie la haya vuelto a ver, pero en aquellos tiempos hasta las esculturas se avergonzaban...