En los albores del siglo pasado, don
Gregorio Aladrén ejerció la medicina durante algunos años en una importante
población cuyo nombre, aunque sí lo recuerdo, no desvelaré por no ser necesario
para el desarrollo de esta historia. Era don Gregorio médico muy entendido, ya que
atesoraba en su mente innumerables conocimientos para combatir con suma
eficacia gripes, sarampiones, cólicos y otros achaques propios de nuestro
organismo.
Gran contento tenía el vecindario con
los valiosos remedios prescritos por el doctor, por este motivo, que no por otro, la comunidad solicitó al señor
alcalde que erigiese un pedestal con la estatua de don Gregorio y lo colocase
en lugar visible de la plaza.
El alcalde, colega de profesión de don
Gregorio, era hombre tan desconocedor de los saberes propios de su oficio que
rara vez le permitían hacer un diagnóstico certero, lo que le llevaba a
prescribir tratamientos tan desacertados que, en algunas ocasiones, su
aplicación resultaba más dañina al paciente que la propia enfermedad. Sin
embargo, sería injusto silenciar que era tan buen alcalde como mal médico, lo
que dice mucho a su favor como regidor municipal. Sin embargo, el señor alcalde,
movido quizá por el resquemor que le ocasionaba los éxitos profesionales de su
colega, despedía a los peticionarios con muy buenas palabras y fijaba una fecha
alejada para la ejecución de la obra, pero cuando esta se acercaba, era desplazada
a otra aún más lejana. Hubo tantas prórrogas que, cuando el potencial
homenajeado abandonó este mundo, aún no existía ni en papel el proyecto de tan
ansiado monumento.
Un tiempo llevaba ya nuestro
protagonista es en aquellos espacios etéreos
cuando, por azar, supo que había sido inaugurado el monumento a él
dedicado. Picado por la curiosidad más que por la vanidad, solicitó
autorización para regresar de aquellos confines.
Llegó don Gregorio a la plaza, se
acercó al monumento y leyó, grabado en el pedestal, su nombre junto a una
lisonjera leyenda dedicada a su persona. Después observó la estatua y comprobó,
con gran desconcierto, que el rostro no era el suyo, sino el del alcalde. Sin
embargo, la figura del aparecido mayor turbación y rubor provocó en la estatua que, con gran sofoco, se bajó del pedestal y huyó de la plaza sin que hasta
ahora nadie la haya vuelto a ver, pero en aquellos tiempos hasta las esculturas se avergonzaban...