lunes, 3 de febrero de 2014

Tarde de magia



Por aquel entonces Pablito aún no había cumplido los doce años, residía con sus padres en la capital y al comienzo de cada verano aparecían todos por el pueblo acompañados de una nutrida servidumbre. La casa de sus abuelos, donde se alojaban, tenía un inmenso jardín lleno de sombras y surcado por numerosos senderos y acequias. Después de la siesta, Mariano, Pepito, Juan, Manolo, Curro, Antonio y yo nos reuníamos con él para jugar en aquel paraíso: recorríamos los caminos, chapoteábamos en las regueras o, a veces, cogíamos frutos de algunos árboles para utilizarlos como munición en las batallas que solíamos disputar cuando jugábamos a la guerra.
Aquel verano Pablito nos sorprendió o, al menos, lo intentó con unos juegos de magia. Le habían regalado una gigantesca maleta bien pertrechada de cachivaches con los que, supuestamente, se podían realizar los más inverosímiles prodigios. Nosotros la mirábamos sorprendidos y nos preguntábamos qué guardaría tan misterioso baluarte, pero se negó a enseñarnos el contenido porque la visión de lo allí guardado solo estaba reservada al mago, que era él.
Una tarde nos convocó para hacernos una exhibición de sus saberes “truqueriles” y agasajarnos después con una seductora merienda. A la hora establecida acudimos todos, nos acomodaron en unos asientos que previamente habían preparado y esperamos expectantes el comienzo de la prometida sesión; entonces apareció Pablito vestido de mago: llevaba una capa negra sobre los hombros y cubría su cabeza con una enorme chistera. Le dimos un caluroso aplauso que agradeció con generosas reverencias y que a punto estuvieron de derribar el descomunal sombrero. Ejecutó un primer truco que nos dejó atónitos, lo cual contribuyó a insuflarle no pocos ánimos; sin embargo, a medida que avanzaba la función, y debido a su escasas habilidades para hacer pasar lo prodigioso por real, el avispado público comenzó a descubrir las artimañas empleadas por el prestidigitador: averiguaba dónde estaba el pañuelo desaparecido, cuál era la carta que había que adivinar o qué había escondido en el doble fondo de la chistera. Viendo cómo el negocio naufragaba, arrancó a llorar emitiendo unos desgarradores lamentos que fueron oídos por las criadas de la casa, las cuales acudieron en tropel en auxilio del joven mago. Una se acercó a consolarlo, en cambio, otras, creyendo que le habíamos infligido algún daño, se dirigieron hacia nosotros con perversas intenciones. Ante un panorama tan inquietante, emprendimos con gran premura la huida seguidos de dos jóvenes fámulas que, escoba en mano, nos perseguían con gran encono. La fortuna quiso que abandonáramos la estancia, no sin antes haber recibido algún que otro escobazo, y alcanzáramos el jardín, donde con gran celeridad nos dispersamos y pusimos a salvo de tan malvadas y tenaces perseguidoras que, ante la imposibilidad de darnos alcance, vociferaban temibles amenazas contra nosotros. 
Recuperados de la extenuante galopada y con el amor propio resquebrajado, nos juntamos de nuevo para abandonar con presteza lugar tan inhóspito. Y así, de esta manera tan poco airosa, fue cómo nos arrojaron de aquel paraíso, a pesar de no haber mordido ninguna manzana.
Una vez cumplido el periodo de destierro, volvimos a encontrarnos con el malogrado ilusionista que, aprendida la lección, ya nunca se atrevió a enfundarse en el traje de mago, al menos, en presencia de tan vapuleados espectadores ...