martes, 15 de diciembre de 2009

Términos terminales I


Como indica el título de esta página, en ella encontrarás, atento lector, palabras que han sido desalojadas del habla o están a punto se serlo. En unos casos, porque el hablante las desconoce; en otros, porque, aun conociéndolas, no encuentra la ocasión que propicie su empleo. Así pues, sin más dilación, concluyamos el preámbulo y veamos algunos de estos vocablos decadentes.
  • Harruquero. Eran los harruqueros personas que tenían por oficio conducir animales de carga (caballos, mulas, burros). Solían transportar trigo que llevaban a las aceñas para su molienda. En algunas zonas de Andalucía, según el género porteado, se distinguía entre arrieros y harruqueros: los primeros trajinaban aceite envasado en pellejos; los segundos, harina o trigo, en costales. Esta palabra aparece documentada el año 1605 en El libro de la jineta y de los caballos guzmanes, de Luis Bañuelos de la Cerda.
  • Cejar. Retroceder, andar hacia atrás, ciar. Hasta hace pocos años, con este mismo significado, en algunas comarcas estaba muy arraigado el vulgarismo cear. Era habitual emplear este término para mandar a las caballerías que retrocediesen y para referirse a un vehículo cuando circulaba marcha atrás. Así pues, era frecuente oír expresiones tales como: Cea, caballo o El coche ceaba. Aparece documentado este vocablo en el año 1654.
  • Barcinar. Coger las gavillas de mies, echarlas en el carro y conducirlas a la era. No obstante, era muy corriente que el acarreo se realizase con bestias. Aunque esta palabra apenas se usa, pues la faena designada por ella en la actualidad ha sido eliminada por la cosechadora; sin embargo, en el lenguaje coloquial, suele emplearse en sentido figurado la expresión barcina mucho (come mucho), en alusión a los cuantiosos acarreos que la cuchara o el tenedor hacen desde el plato hasta la boca.

lunes, 7 de septiembre de 2009

Las rosas de piedra

Una de mis recientes lecturas ha sido Las rosas de piedra, de Julio Llamazares, obra que hay que encuadrar dentro de la denominada literatura viajera. El libro se estructura en seis viajes que, a lo largo de varios años, el autor realiza por las regiones de la mitad norte de España; el propósito de estos viajes no es otro que visitar las catedrales de esta parte del país. El viajero (como él gusta llamarse) inicia su andadura en la catedral de Santiago de Compostela y la termina en la de Tortosa; en varias etapas, y dedicando un día a cada una de ellas, llega a visitar más de cuarenta a lo largo del periplo.
Con una prosa fluida y, a veces, no exenta de ironía, Llamazares describe lo que ve, cuenta lo que vive y, en ocasiones, da su parecer sobre lo descrito o contado. En sus incursiones catedralicias, el viajero nos habla de fachadas, campanarios, retablos, capillas, coros, claustros, museos, etc., pero además, como buen narrador que es, nos relata sus encuentros con cuantas personas halla en esos lugares (sacerdotes, guías, canónigos, fieles, vigilantes, turistas, etc.), con los que suele pegar la hebra con tal de obtener alguna información. El autor compagina con acierto el paisaje artístico y el humano, y da al relato una viveza y amenidad, que no tendría, si lo hubiese limitado a lo meramente descriptivo.
El lector que se adentre en sus páginas descubrirá cuarenta rosas de piedra, testigos mudos de un tiempo extinguido que quedó atrapado en sus piedras.

miércoles, 12 de agosto de 2009

El aciano



Una tarde de la pasada primavera, mientras paseaba por un camino lindero a un trigal, distinguí, entre un grupo de amapolas, una florecilla azul que ponía un punto de contraste entre el rojo de la amapolería y el fondo verde del pegujal. El aciano (Centaurea cyanus), que así se llama, además de titular el presente escrito, da nombre a un color: el azul aciano, que envuelve esta flor con un tono azul metálico no exento de singularidad y refinamiento.
La presencia de su agraciada figura en blasón, moneda o pieza de orfebrería realzaría no poco su belleza. No en vano, Annette, personaje de una novela de Guy de Maupassant, cuando su enamorado le pide que elija una flor para que, con su apariencia, un orfebre le diseñe una joya, escoge el aciano como modelo.

sábado, 7 de febrero de 2009

El viento


Dicen algunos que Eolo habita en la islas Eolias, donde tiene encerrados los vientos en una profunda caverna. Suele sentarse sobre la montaña más alta y, desde allí, los gobierna con absoluto dominio: calma su furor, los inmoviliza o los pone en libertad. Allá donde nos encontremos, en montañas, valles, ríos, selvas, mares o desiertos, notamos su presencia, no existe paraje, por remoto o recóndito que sea, que no hayan conquistado. Ellos son la manifestación del temperamento de su señor: si está sosegado, los transforma en brisa; si tiene un arrebato pasajero, en ventolera; si irritado, en vendaval; si furioso, en huracán. A pesar de sus temibles accesos de cólera, Eolo casi siempre favorece al hombre: impulsa sus barcos para que cruce los mares, facilita la fecundación de las plantas para que más tarde recolecte los frutos, avienta sus parvas en las eras, mueve las aspas de sus molinos... Así es Eolo: unas veces, generoso; otras, despiadado.

sábado, 24 de enero de 2009

Novelas del oeste



Aquellos que hemos rebasado holgadamente el medio siglo de vida recordamos cómo, en las décadas de los años cincuenta y sesenta, proliferaban numerosas colecciones dedicadas a las novelas del oeste. En líneas generales, todas estas novelillas (término con el que mucha gente las denominaba) se ajustaban al mismo patrón: lenguaje entendible, estilo simple y directo, trama argumental sencilla, mucha acción, personajes poco o nada elaborados, maniqueísmo, desenlace feliz, etc. La extraordinaria aceptación de este producto literario se debía a que proporcionaba evasión y entretenimiento a bajo costo, no solo desde el punto de vista económico, sino también desde el intelectual. Me explicaré: por un lado, se trataba de un producto económicamente asequible; por otro, hay señalar que ni el lenguaje empleado exigía un bagaje cultural previo para su comprensión, ni se necesitaba esfuerzo intelectual alguno para seguir la trama argumental. Los argumentos se reducían a unos pocos esquemas que, con ligeras variaciones, se repetían una y otra vez. La reiteración argumental hacía que las novelas fuesen casi indistinguibles unas de otras.
Estos libros, dado el escaso poder adquisitivo del público al que iban dirigidos, eran baratos. Lo que se traducía en pocas páginas (entre setenta y algo más de cien), encuadernación mediocre y papel de baja calidad. Sin embargo, las portadas eran muy llamativas y, lo mismo que con los carteles anunciadores de películas, se pretendía con ello captar la atención del futuro lector; solía representarse en ellas un anticipo de alguna de las emocionantes peripecias que el lector encontraría en el texto.
Durante algunas vacaciones estivales frecuenté su lectura, pero los redundantes argumentos y los desenlaces predecibles propiciaron que pronto perdiesen mi favor. Aún recuerdo nombres de algunos autores leídos: Keith Luger, Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane, José Mallorquí
*, Edward Goodman, etc. Más tarde supe que algunos de ellos eran escritores de pretigio, periodistas, traductores, abogados, ingenieros, etc., que encontraron en esta labor su medio de vida: unos, porque estaban vetados por la censura; el resto, por los más variados motivos.
Para concluir, quiero señalar que, si este género nada aportó a la Literatura, sí contribuyó a que varias generaciones encontraran en estos libros el medio para evadirse de una realidad adversa y desventurada.




* Fue el creador del Coyote, personaje inspirado en la figura del Zorro, héroe de ficción creado en 1929 por el escritor norteamericano Johnston McCuley.

jueves, 8 de enero de 2009

La biblioteca de aula

LA BIBLIOTECA DE AULA, UN RECURSO QUE PUEDE SER VÁLIDO


Una lluviosa tarde de abril, mientras tomábamos café en un ruidoso local, mi viejo amigo X me pidió que escribiese unas letras sobre algunas de las actividades que realizo en clase con la ilusión de convertir a mis alumnos en asiduos leyentes. En un principio, me mantuve reticente, puesto que, personalmente, nada he aportado a esta industria; solo aplico estrategias de variada procedencia y autoría, de las que, en mayor o menor media, he obtenido algún rédito. En el transcurso de la tarde, mi resistencia se fue quebrantando y comprobé cómo mi voluntad se doblegaba a los intereses de mi amigo. Tal fue su poder de convencimiento que, al salir del local, me veía convertido en flamante articulista y, envanecido mi ánimo con tan laudatorios argumentos, llegué a creerme autor versado en las cautivadoras técnicas que predisponen el espíritu a las prácticas lectoras. Todo lo cual contribuyó a que mi disposición anímica fuese inmejorable para emprender la tarea encomendada.
Así pues, sin más preámbulos, paso a referir la prometida historia. Sin embargo, antes de continuar, una advertencia hago al supuesto lector de estas líneas: El que espere encontrar un remedio que convierta a sus discípulos en enfervorizados lectores, que se mude de artículo; en cambio, el que sea menos exigente con las pretensiones de lo que lee, que prosiga.
La experiencia consiste en disponer, de forma permanente, de un fondo editorial de veinte o veinticinco volúmenes por aula y establecer un sistema préstamos.
Previamente cumplimentaremos algunas fichas, si no queremos que nuestro fondo bibliográfico se vea mermado por extravío o dispersión de sus componentes. Estos serían algunos de los registros que tendríamos que llevar:
· Ficha bibliográfica de cada volumen.
· Ficha del alumno, donde constará: nombre, títulos de los libros leídos, y la calificación (1-10) otorgada a cada uno. Asimismo, habrá un apartado en el que se irán anotando los títulos cuya lectura no se ha finalizado y los motivos que propiciaron su abandono.
· Hoja de control de los volúmenes prestados.
Después de estos engorrosos y necesarios trámites burocráticos, viene la parte más importante: la puesta en común. Cada quince o veinte días se celebra una puesta en común, donde los alumnos van exponiendo las impresiones sobre los libros leídos. Una veces, apuntarán parte del argumento; otras, analizarán aspectos que le han llamado la atención (personajes, acciones, situaciones, etc.). Asimismo, comentarán la calificación que han otorgado al volumen leído y los motivos por los que, si lo creen oportuno, recomiendan su lectura. Esta es sin duda la clave de la estrategia y dependerá, en gran parte, de la habilidad que tenga el profesor para crear el clima apropiado. Al principio, los alumnos se muestran sumamente reticentes a manifestar en público sus opiniones y valoraciones, entre otras cosas, porque no saben qué decir y por sentido al ridículo. Será la habilidad del profesor para conducir la puesta en común la que la hará fructífera. Solo al comienzo se presentan ciertas dificultades, después todo resulta más fácil. Es cuestión de probar, y nuestra lógica nos irá mostrando cómo debemos proceder.
En cuanto a mi experiencia personal, diré que con algunos grupos he obtenido un aceptable resultado, mientras que con otros apenas he conseguido nada.
Desde el punto de vista lector, en la mayoría de las clases he encontrado tres grupos bien definidos:
Uno, generalmente mayoritario, que manifiesta cierta querencia por la lectura. Otro que, haciendo gala de una profunda aversión a la letra impresa, permanece insensible a la influencia de las más sofisticadas técnicas motivadoras. Con estos grupos, negocio alguno hice nunca: con el primero, porque el lector ya lo teníamos; con el segundo, porque jamás lo íbamos a tener. Entonces, ¿dónde reside la ganancia de la presente estrategia? Para mí, está en aquellos alumnos que, sin apego a posar la vista sobre lo imprimido, mudaron de propósito y, con gran deleite y regocijo, leyeron al completo hasta media docena de libros, o más. Aquí, y no busquemos en otro sitio, será donde obtengamos alguna rentabilidad.
Para concluir, manifestar quiero mi agradecimiento al curioso lector del presente escrito, al que abandonó su lectura también se lo agradezco, pero menos.

lunes, 5 de enero de 2009

El paseo


"Un paseo está siempre lleno de importantes manifestaciones dignas de ver y de sentir. De imágenes y vivas poesías, de hechizos y bellezas naturales bullen a menudo los paseos, por cortos que sean. Naturaleza y costumbres se abren atractivas y encantadoras a los sentidos y ojos del paseante. Sin el paseo y sin la contemplación de la Naturaleza a él vinculada, sin esa indagación tan agradable como llena de advertencias, me siento como perdido y lo estoy de hecho."

Robert Walser

domingo, 4 de enero de 2009

¿En clase de lectura?





El motivo principal de esta fotografía representa una mujer que, vestida de negro y tocada con un sombrero de paja, toma el sol sentada en un banco. Aunque no se le ve el rostro, bien pudiera tratarse de una mujer mayor, pero no vieja. Cada vez que miro esta foto se me plantean algunos interrogantes: ¿lee, piensa, reza, medita, sueña, cavila o, tal vez, duerme?
Dejemos a nuestra solitaria protagonista sumergida en sus reflexiones. La imagen es bastante sugerente y expresiva: que cada cual elabore sus propias conclusiones y, si lo estima conveniente, haga un comentario.

viernes, 2 de enero de 2009

Aceña


Esta vieja aceña, que aquí veis orillada al Genil, se ubica en el paraje denominado Isla del Sillero, a no más de una legua de Cuevas de San Marcos (Málaga). Se desconoce la fecha de su construcción, aunque, según testimonio de algunos arqueólogos, su origen puede remontarse a la época árabe. La rueda actual es de hierro y mide diez metros de diámetro. A mediados del siglo pasado reemplazó a la anterior, que estaba construida en madera. En la actualidad se utiliza para regar las huertas del entorno.

A continuación, anoto dos acepciones de la palabra aceña que aparecen recogidas en el DRAE.

aceña
1. Molino harinero de agua situado dentro del cauce de un río.
2. azud. Máquina con que se saca el agua de los ríos para regar los campos. Es una gran rueda afianzada por el eje en dos fuertes pilares, y la cual, movida por el impulso de la corriente, da vueltas y arroja el agua fuera.

Asimismo, quiero recoger la acepción del vocablo noria, término que con frecuencia se suele confundir con la palabra aceña.
noria
1. Máquina compuesta de dos grandes ruedas engranadas que, mediante cangilones sube  el agua de los pozos, acequias, etc.