Antes de nada,
permítaseme que me presente: Príapo es mi nombre y Rijosán mi apellido. Soy el
apéndice viril de don Tomás S. y toda mi vida he trabajado con él como
agente ejecutor de sus actos carnales.
Hoy, con el paso de los años, cuando la
holganza ocupa gran parte de mi tiempo por ser escasa la faena, acuden a mi
memoria episodios de los que me gustaría dejar constancia en estas mis
memorias.
Debo señalar que
algunos de los hechos narrados solo los percibí por el sentido del oído, y no
por el de la vista, ya que casi siempre voy tapado y solo para trabajar soy
despojado de las prendas que me cubren.
Hechas estas
aclaraciones, comencemos relatando una primera andanza cuando, todavía,
Tomasito llamaban a don Tomás.
En aquella época,
Tomasito y Margarita llevaban casi dos años prometidos, sin embargo, a pesar
del tiempo transcurrido, aún no habían gozado de práctica fornicatoria alguna.
Doña Julia, madre natural de Margarita y política de Tomasín, dispuso que dos
de sus fámulas, acreditadísimas carabinas, en ningún momento perdiesen de vista
a la desdichada pareja. Expertas en el arte del camuflaje, nada escapaba a sus adiestrados
sentidos y, por si esto no bastaba, eran además incorruptibles, ningún intento
de soborno prosperó con ellas, aunque sé que bastantes hubo. Señalo esto, para
que el lector se haga cargo del vivísimo encendimiento que sufría la pareja
provocado por dieta amatoria tan duradera.
En esas estábamos,
cuando una tarde, por razones que no merecen ser referidas, los jóvenes
lograron romper el cerco carabineril.
Pasos sigilosos,
susurros, puertas que se cierran, risas, caricias, ropas de caen, cuerpos desnudos…
Ese día, por fin, conocí a Margarita. Me miró un momento sonriendo, acarició mi
cabeza y me regaló un apasionado beso. Después, tras una serie de cambios
posicionales, quedé colocado ante una boca algo velluda dispuesta de forma vertical.
Su proximidad me produjo gran inquietud, pues temía la mordedura de los dientes
que podrían esconder aquellos carnosos y sensuales labios. En estas turbadoras
cavilaciones andaba, cuando me sobresaltó la voz asargentada de Margarita.
--Tomasito, así, ni
hablar. ¡Ni se te ocurra!
--Vale, como tú digas
—contestó resignado el joven.
Con gran premura,
Tomasito me vistió con una especie de saco que me cubría de la cabeza a los
pies. Dentro de aquella agobiante túnica oía poco y veía menos. Margarita guio mis
pasos hasta la entrada y, poco a poco, fui conquistando aquel espacio oculto y
desconocido para mí. Era un aposento cálido, algo oscuro, húmedo y desdentado. Ya
me estaba aclimatando a aquella acogedora estancia cuando, de repente, fui
arrojado de allí sin contemplaciones para, a continuación, hacerme entrar de
nuevo. Estas maniobras resultaban gratas a la pareja y se aplicaban con
entusiasmo a ellas incrementando cada vez más la velocidad. Llegó un momento en
que ignoraba si iba o venía, si estaba a
sol o a la sombra, si subía o bajaba. Este galopante vaivén me produjo un
intenso vértigo que me hizo vomitar. Después del percance, sufrí un
desfallecimiento. El incidente trajo gran sosiego a los amantes, inmediatamente
fui despojado del batín, duchado y olvidado, todo casi al mismo tiempo. Ajenos
a mí, la pareja reposaba tranquila, mientras, yo trataba de recuperarme del gran
decaimiento que me embargaba, solo los disonantes y extemporáneos ronquidos de
Tomasito rompían aquel apacible silencio…