martes, 23 de abril de 2019

Memorias de don Príapo Rijosán



Antes de nada, permítaseme que me presente: Príapo es mi nombre y Rijosán mi apellido. Soy el apéndice viril de don Tomás S. y toda mi vida he trabajado con él como agente ejecutor de sus actos carnales.
Hoy, con el paso de los años, cuando la holganza ocupa gran parte de mi tiempo por ser escasa la faena, acuden a mi memoria episodios de los que me gustaría dejar constancia en estas mis memorias.
Debo señalar que algunos de los hechos narrados solo los percibí por el sentido del oído, y no por el de la vista, ya que casi siempre voy tapado y solo para trabajar soy despojado de las prendas que me cubren.
Hechas estas aclaraciones, comencemos relatando una primera andanza cuando, todavía, Tomasito llamaban  a don Tomás.
En aquella época, Tomasito y Margarita llevaban casi dos años prometidos, sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, aún no habían gozado de práctica fornicatoria alguna. Doña Julia, madre natural de Margarita y política de Tomasín, dispuso que dos de sus fámulas, acreditadísimas carabinas, en ningún momento perdiesen de vista a la desdichada pareja. Expertas en el arte del camuflaje, nada escapaba a sus adiestrados sentidos y, por si esto no bastaba, eran además incorruptibles, ningún intento de soborno prosperó con ellas, aunque sé que bastantes hubo. Señalo esto, para que el lector se haga cargo del vivísimo encendimiento que sufría la pareja provocado por dieta amatoria tan duradera.
En esas estábamos, cuando una tarde, por razones que no merecen ser referidas, los jóvenes lograron romper el cerco carabineril.
Pasos sigilosos, susurros, puertas que se cierran, risas, caricias, ropas de caen, cuerpos desnudos… Ese día, por fin, conocí a Margarita. Me miró un momento sonriendo, acarició mi cabeza y me regaló un apasionado beso. Después, tras una serie de cambios posicionales, quedé colocado ante una boca algo velluda dispuesta de forma vertical. Su proximidad me produjo gran inquietud, pues temía la mordedura de los dientes que podrían esconder aquellos carnosos y sensuales labios. En estas turbadoras cavilaciones andaba, cuando me sobresaltó la voz asargentada de Margarita.
--Tomasito, así, ni hablar. ¡Ni se te ocurra!
--Vale, como tú digas —contestó resignado el joven.
Con gran premura, Tomasito me vistió con una especie de saco que me cubría de la cabeza a los pies. Dentro de aquella agobiante túnica oía poco y veía menos. Margarita guio mis pasos hasta la entrada y, poco a poco, fui conquistando aquel espacio oculto y desconocido para mí. Era un aposento cálido, algo oscuro, húmedo y desdentado. Ya me estaba aclimatando a aquella acogedora estancia cuando, de repente, fui arrojado de allí sin contemplaciones para, a continuación, hacerme entrar de nuevo. Estas maniobras resultaban gratas a la pareja y se aplicaban con entusiasmo a ellas incrementando cada vez más la velocidad. Llegó un momento en  que ignoraba si iba o venía, si estaba a sol o a la sombra, si subía o bajaba. Este galopante vaivén me produjo un intenso vértigo que me hizo vomitar. Después del percance, sufrí un desfallecimiento. El incidente trajo gran sosiego a los amantes, inmediatamente fui despojado del batín, duchado y olvidado, todo casi al mismo tiempo. Ajenos a mí, la pareja reposaba tranquila, mientras, yo trataba de recuperarme del gran decaimiento que me embargaba, solo los disonantes y extemporáneos ronquidos de Tomasito rompían aquel apacible silencio…