martes, 17 de septiembre de 2019

Carta al otoño





Estimado amigo:

Hoy te dedico unas líneas a pesar de no ser el más querido de tu parentela o, quizás, tal vez por eso te las escribo.
A tu hermano el verano, la sociedad lo honra con su estima y favor. A él asocian diversión, viajes, ocio…, mientras que tú representas el remate de todo esto que en él nació. La primavera, tu única hermana, ha conquistado a los poetas, que siempre le han  dedicado desde los versos más ripiosos a los más excelsos y finos poemas. Pero yo te aprecio por restituir la belleza que el verano arrebató a la primavera, esplendor que logras devolver cuando tiñes de tonos rojizos los atardeceres, desnudas los árboles y con sus ropajes tapizas la tierra de ocres, pintas de verde los campos, y coloreas los bosques de amarillos y rojos. En tu juventud, las tardes rozan la perfección, traen sosiego al espíritu e invitan al recogimiento y a la reflexión.
Sin embargo, mucho me temo, lector, que mi lenguaje va adquiriendo un matiz excesivamente remilgado que bien pudiera convertir el resultado en un texto demasiado cursi y empalagoso. Para mitigar tal contrariedad, te diré que con él también llegan acompañantes más prosaicos: catarros, coleccionables, vacunas antigripales y otros de igual o parecida catadura. 
Desconozco si el resultado se ha ajustado a mi propósito, si tal cosa no ocurrió, ahí estas tú para decirlo... 

Reposición

martes, 23 de abril de 2019

Memorias de don Príapo Rijosán



Antes de nada, permítaseme que me presente: Príapo es mi nombre y Rijosán mi apellido. Soy el apéndice viril de don Tomás S. y toda mi vida he trabajado con él como agente ejecutor de sus actos carnales.

 Hoy, con el paso de los años, cuando la holganza ocupa gran parte de mi tiempo por ser escasa la faena, acuden a mi memoria episodios de los que me gustaría dejar constancia en estas mis memorias. Hecho este esclarecimiento, relataré aquella primera andanza de cuando, todavía, Tomasito llamaban  a don Tomás.

En aquella época, Margarita y Tomasito llevaban casi dos años prometidos, sin embargo, a pesar del tiempo transcurrido, aún no habían gozado de práctica fornicatoria alguna. Doña Julia, madre natural de Margarita y política de Tomasín, dispuso que dos de sus fámulas, acreditadísimas carabinas, en ningún momento perdiesen de vista a la desdichada pareja. Expertas en el arte del camuflaje, nada escapaba a sus adiestrados sentidos y, por si esto no bastaba, eran además incorruptibles, ningún intento de soborno prosperó con ellas, aunque sé que bastantes hubo. Señalo esto, para que el lector se haga cargo del vivísimo encendimiento que sufría la pareja provocado por dieta amatoria tan duradera.

En esas estábamos, cuando una tarde, por razones que no merecen ser referidas, los jóvenes lograron romper el cerco carabineril. Pasos sigilosos, susurros, puertas que se cierran, risas, caricias, ropas de caen, cuerpos desnudos… Ese día, por fin, conocí a Margarita. Me miró un momento sonriendo y me saludó con la mano. Después, tras una variada gama de posturas, quedé colocado ante una boca velluda dispuesta de manera vertical. Su proximidad me produjo gran inquietud, pues temía que dos pares de temibles colmillos me estuviesen acechando detrás de aquellos labios embigotados. En estas turbadoras cavilaciones andaba, cuando me sobresaltó la voz asargentada de Margarita.

--Tomasito, así, ni hablar. ¡Ni se te ocurra!

--Vale, como tú digas —contestó resignado el joven.

Con gran premura, Tomasito me vistió con una especie de saco que me cubría de la cabeza a los pies. Dentro de aquella agobiante túnica oía poco y veía menos.

A pesar de mis protestas, me condujeron a la entrada de aquella gruta inquietante y desconocida para mí. Dominado por un miedo paralizante, fui obligado a entrar en aquel aposento oscuro, húmedo y desdentado, debo señalar que esto último me procuró algo de alivio y sosiego. Ya me estaba aclimatando a aquella misteriosa y solitaria estancia cuando, de repente, fui arrojado de allí sin contemplaciones para, a continuación, hacerme entrar de nuevo. Estas maniobras resultaban gratas a la pareja y se aplicaban con entusiasmo a ellas incrementando cada vez más la velocidad. Llegó un momento en  que ignoraba si iba o venía, si estaba a sol o a la sombra, si subía o bajaba. Este galopante vaivén me produjo un intenso vértigo que me hizo vomitar. Después del percance, sufrí un desfallecimiento. El incidente trajo gran sosiego a los amantes, inmediatamente fui despojado del batín, duchado y olvidado, todo casi al mismo tiempo. Ajenos a mí, la pareja reposaba tranquila, mientras, yo trataba de recuperarme del gran decaimiento que me embargaba, solo los disonantes y extemporáneos ronquidos de Tomasito rompían aquel apacible silencio…