Una tarde del pasado mes de abril, transitaba con mi viejo Ford por una sinuosa carretera cuando, al culminar una subida, divisé sobre una loma un pintoresco pueblecito en el que un puñado de casas blancas se apiñaba en torno a una enorme iglesia. Cuando llegué a él, abandoné la carretera, estacioné el vehículo y me adentré por sus calles.
Con intención de sonsacar alguna información a los
lugareños, entré en un bar a tomar un café, pero comprobé, con cierta
desilusión, que el único parroquiano era yo. El camarero, un chico joven, se
aplicaba con entusiasmo y abnegación a manipular un impecable móvil. Más
interesado en su faena que en contestar a las preguntas del “intruso”,
comprendí al momento que no era aquel el sitio que mejor se ajustaba a mis propósitos.
Proseguí mi camino y llegué a una calle cercana a la
iglesia, donde pegué la hebra con un señor que, además de excelente conversador, demostró ser persona instruida en saberes muy beneficiosos para el negocio que yo llevaba. Me dijo que el majestuoso
templo fue mandado construir siglos atrás por una familia de posibles que vivió
en el pueblo, algunos de cuyos miembros habían desempeñado importantes cargos
políticos. También me comentó que había otra iglesia debajo de aquella que
teníamos delante y, además, me dio todo tipo de indicaciones para que mi visita
resultase provechosa.
Me despedí afectuosamente de mi interlocutor y
continué el periplo. Bajé una pronunciada pendiente y llegué a un frondoso
cementerio adosado a una de las paredes del templo, en ella vi la entrada que
da acceso a la “otra iglesia” que, en realidad, es un panteón situado debajo de la iglesia principal, donde están
inhumados algunos miembros de la familia que sufragó la monumental edificación.
Crucé el cementerio y me dirigí a la entrada de la
cripta, como la puerta estaba abierta, pasé directamente al interior, donde una grisácea e
inquietante penumbra lo envolvía todo. Mientras recorría el silencioso y
solitario recinto rodeado de tumbas, imágenes y altares, pensé que, al parecer,
es cualidad inherente a la condición humana procurar situarse junto a los
poderosos, pero no solo en la vida terrenal, sino también en la celestial. Digo esto porque
desde siempre los lugares más “codiciados” de los cementerios han sido los situados más
próximos a la iglesia y los ubicados en su interior.
Concluida la visita, y siguiendo las meritorias
directrices del magnífico informador, encaminé mis pasos al lugar, donde siglos atrás,
estuvo instalada una fabrica de naipes, que poseyó el monopolio de este producto
carteril para su venta en las
colonias americanas. En la actualidad, el lugar lo ocupan varias viviendas
particulares. Seguro estoy que muchas y sabrosas historias deben circular por ultramar donde las barajas, aquí fabricadas, tuvieron un destacado protagonismo.
Como era ya algo tarde, me dirigí a recoger el coche,
no sin antes prometerme volver en otra ocasión, ya que todavía no había visto
la iglesia de los vivos, pues es probable que su visita incluso me pudiera dar
para escribir otra entrada en el blog, quién sabe…