
Aquellos que hemos rebasado holgadamente el medio siglo de vida recordamos cómo, en las décadas de los años cincuenta y sesenta, proliferaban numerosas colecciones dedicadas a las novelas del oeste. En líneas generales, todas estas novelillas (término con el que mucha gente las denominaba) se ajustaban al mismo patrón: lenguaje entendible, estilo simple y directo, trama argumental sencilla, mucha acción, personajes poco o nada elaborados, maniqueísmo, desenlace feliz, etc. La extraordinaria aceptación de este producto literario se debía a que proporcionaba evasión y entretenimiento a bajo costo, no solo desde el punto de vista económico, sino también desde el intelectual. Me explicaré: por un lado, se trataba de un producto económicamente asequible; por otro, hay señalar que ni el lenguaje empleado exigía un bagaje cultural previo para su comprensión, ni se necesitaba esfuerzo intelectual alguno para seguir la trama argumental. Los argumentos se reducían a unos pocos esquemas que, con ligeras variaciones, se repetían una y otra vez. La reiteración argumental hacía que las novelas fuesen casi indistinguibles unas de otras.
Estos libros, dado el escaso poder adquisitivo del público al que iban dirigidos, eran baratos. Lo que se traducía en pocas páginas (entre setenta y algo más de cien), encuadernación mediocre y papel de baja calidad. Sin embargo, las portadas eran muy llamativas y, lo mismo que con los carteles anunciadores de películas, se pretendía con ello captar la atención del futuro lector; solía representarse en ellas un anticipo de alguna de las emocionantes peripecias que el lector encontraría en el texto.
Durante algunas vacaciones estivales frecuenté su lectura, pero los redundantes argumentos y los desenlaces predecibles propiciaron que pronto perdiesen mi favor. Aún recuerdo nombres de algunos autores leídos: Keith Luger, Marcial Lafuente Estefanía, Silver Kane, José Mallorquí*, Edward Goodman, etc. Más tarde supe que algunos de ellos eran escritores de pretigio, periodistas, traductores, abogados, ingenieros, etc., que encontraron en esta labor su medio de vida: unos, porque estaban vetados por la censura; el resto, por los más variados motivos.
Para concluir, quiero señalar que, si este género nada aportó a la Literatura, sí contribuyó a que varias generaciones encontraran en estos libros el medio para evadirse de una realidad adversa y desventurada.
* Fue el creador del Coyote, personaje inspirado en la figura del Zorro, héroe de ficción creado en 1929 por el escritor norteamericano Johnston McCuley.