En
aquellos tiempos en los que aún faltaba mucho para que llegase la televisión, don
Casimiro Bermúdez ya era acreedor de una justa y meritoria fama, no solo en su
pueblo, sino en toda la provincia e incluso fuera de ella, pues la naturaleza
le había concedido ciertas aptitudes que despertaban asombro y admiración en los
conocedores de tales habilidades.
A
estas alturas del relato, el lector se estará preguntando: ¿de qué gracia estaría
tocado nuestro personaje para gozar de tanto predicamento en territorios tan dilatados? Pues bien, entre otras cosas, don Casimiro era un diestro
falseador del canto del pájaro perdiz, era tal su maestría que, a veces, los
propios pájaros se convertían en imitadores de los melodiosos gorjeos emitidos
por la prodigiosa garganta de nuestro protagonista.
En
primavera, gustaba a don Casimiro sentarse a la sombra de un olivo y entregarse
a la ejecución de su repertorio canoro. Las perdices hembras, atraídas por tan
seductores gorgoritos, acudían esperando encontrarse con un apuesto pájaro que
las cortejase, pero la figura de don Casimiro las confundía, ya que nunca
habían visto pájaro tan extravagante y con tan escaso atractivo perdiceril. En cambio, los machos
buscaban un rival para competir con él pero, cuando se producía el encuentro,
quedaban desconcertados por aquella figura larguirucha y enjuta que en nada
coincidía con la imagen del contendiente que esperaban hallar. Hecho el
descubrimiento, la pajarería retrocedía y deambulaba confundida hasta que
cesaba la emisión de los melódicos gorjeos.
Una
tarde, don Casimiro se aplicaba con tal virtuosismo a la reproducción de su
catálogo gorgojeril que, no solo tenía confusa a la perdicería, sino
también confundió a un cazador que por allí pasaba y que, embelesado por tan
armónicos cánticos, le despachó una perdigonada que traspuso al impostor al
otro mundo donde, gracias a la mucha experiencia adquirida en este, siguió cosechando resonantes éxitos…