domingo, 1 de mayo de 2011

Periplo


Cuando el taxi me dejó junto aquella mole, confieso que una oleada de inquietud me invadió: durante algunos días iba a alojarme dentro de aquel mastodonte agujereado por innumerables ventanas. Subí las escaleras y las señoritas encargadas de la admisión me pasaron a un luminoso y amplio salón de espera. Poco después, me asignaron el compartimento: era exterior y a través de su ventana veía el mar. Durante el tiempo que permanecí allí, recorrí interminables e impolutos pasillos, subí y bajé escaleras, paseé y contemplé el mar desde las terrazas, departí con los que allí se alojaban, e incluso asistí a una sesión de relax, donde personal bastante experimentado en técnicas relajatorias me mantuvo traspuesto durante varias horas. La estancia no me resultó divertida, quizás porque cada día era semejante al anterior y casi idéntico al siguiente, todo era demasiado monótono y rutinario. Por eso, cuando una chica me entregó un sobre con el alta, sentí una enorme alegría por abandonar aquel hospital en el que días antes, mientras me hallaba sumido en un profundo letargo, me habían robado la vesícula.  

05-05-2010