Una de mis recientes lecturas ha sido Las rosas de piedra, de Julio
Llamazares, obra que hay que encuadrar dentro de la denominada literatura
viajera. El libro se estructura en seis viajes que, a lo largo de varios años,
el autor realiza por las regiones de la mitad norte de España; el propósito de
estos viajes no es otro que visitar las catedrales de esta parte del país. El
viajero (como él gusta llamarse) inicia su andadura en la catedral de Santiago
de Compostela y la termina en la de Tortosa; en varias etapas, y dedicando un
día a cada una de ellas, llega a visitar más de cuarenta a lo largo del
periplo.
Con una prosa fluida y, a veces, no exenta
de ironía, Llamazares describe lo que ve, cuenta lo que vive y, en ocasiones,
da su parecer sobre lo descrito o contado. En sus incursiones catedralicias, el
viajero nos habla de fachadas, campanarios, retablos, capillas, coros,
claustros, museos, etc., pero además, como buen narrador que es, nos relata sus
encuentros con cuantas personas halla en esos lugares (sacerdotes, guías,
canónigos, fieles, vigilantes, turistas, etc.), con los que suele pegar la
hebra con tal de obtener alguna información. El autor compagina con acierto el
paisaje artístico y el humano, y da al relato una viveza y amenidad, que no
tendría, si lo hubiese limitado a lo meramente descriptivo.
El lector que se adentre en sus páginas
descubrirá cuarenta rosas de
piedra, testigos mudos de un tiempo extinguido que quedó atrapado en sus
piedras.
Reposición